viernes, 15 de abril de 2011

Un día más


Me desperté y estaba sola, llena de angustia y temor. Fui directamente al baño, como todos los días. Todo el espacio había estado ocupado por una cama, una cajonera y mi computadora, pero ahora estaba vacía.

Me había revolcado de dolor toda la noche, de ese dolor que emana del centro mismo del cuerpo. Pura ansiedad y desesperación.

Oriné y me metí a la regadera. Cayó el agua fría --ya no tenía agua caliente--, pero dejé que me mojara. Cerré los ojos y toqué mi cuerpo, no con deseo sino como cuando alguien te toca y te dice “¡pobrecita!”. Lloré y me bebí  mis propias lágrimas, como si me lamiera las heridas, pero no podía encontrar consuelo alguno.

Salí de la regadera, me sequé y me puse lo primero que encontré: un pantalón de mezclilla con corte de vestir, una blusa sin mangas blanca, con bolitas negras, y unas sandalias blancas. Me dejé el cabello suelto y la única concesión que hice al arreglo fueron mis lentes oscuros Prada, que además cubrían mis ojos hinchados.

Caminé varias cuadras hasta la parada del autobús y tomé el primero que pasó. Cualquiera me acercaría al trabajo. Tardé una hora en llegar, una hora de tortura en la que rememoraba una y otra vez por qué estaba en esa situación, por qué no tenía nada, por qué era tan infeliz.

Es sábado, ni siquiera tendría que presentarme en la oficina, pero allí tengo teléfono, agua, café, refrescos, internet y algo que hacer.

Un día no santo I


Para los mormones es un día santo; para los adventistas, es el primer día de la semana, pero para mí, como para millones de personas, es un día más en Guelache. No sé qué hora es, pero es seguro que son más de las 12 del día, así que decidimos salir de la casa. Caminamos las dos calles empinadas y tan calientes que se puede sentir el pavimento a través de las botas; llegamos al sitio de taxis y esperamos que llegue uno.

Escuchamos música tan fuerte que pensamos que se trata de una fiesta, pero es un taxi que viene subiendo, se detiene frente a nosotros y lo abordamos. Le pido al taxista que por favor baje el volumen, a lo cual accede de mala gana. Me sentía un tanto acosada pues el conductor no dejaba de mirarme por el retrovisor; opté por fingir que no me daba cuenta.

El chofer conducía demasiado rápidamente y con brusquedad trataba de evitar, la mayoría de las veces inútilmente, los múltiples baches del camino, lo que me impedía concentrarme para decidir dónde bajarme para llegar al Centro de las Artes de San Agustín Vistahermosa, si en el crucero de Nazareno o en el de San Sebastián. No estaba segura de dónde debíamos tomar el siguiente colectivo pues por problemas entre los pueblos cambian las rutas.

Decidí que bajáramos en San Sebastián y le pedí al chofer que me dejara en ese crucero. Él le pagó con dos monedas de 10 pesos. Cruzamos la carretera libre a México y preguntamos a un taxista que descansaba indolente si me dejaba en San Agustín. “¿A qué parte?”, me preguntó, como si en realidad hubiera muchos destinos en el pueblo. Le respondí que al Centro de las Artes, me dijo que sí y abordamos el vehículo.

Tuvimos que esperar un rato en uno más de los Tsuru oaxaqueños donde se apretujan cinco personas. Un muchacho abordó el taxi y se acomodó en el asiento delantero. El chofer decidió que era el momento de irnos. Más adelante, en el crucero de Nazareno, subió una chica y me di cuenta que allí también hubiéramos podido subir nosotros.

Llegamos al Centro de las Artes, una antigua fábrica de textiles. En la entrada, un guardia nos indicó que nos anotáramos y nos invitó a dar una cooperación voluntaria. Con la mirada le indiqué que cumpliera con su obligación.

Caminamos hacia el edificio de la fábrica, de arquitectura claramente porfirista y excepcionalmente bien cuidado.  Yo ya conocía muy bien el lugar, así que lo guié hacia la sala principal de exhibiciones, pero no había nada instalado, aunque algunas personas, aparentemente, estaban trabajando en ello. 

De todas maneras pudimos ver maquinaria antigua, aunque él no pudo dejar de notar que tenía algunas piezas de plástico, por lo que seguramente estaba reconstruida. Visitamos los baños con una pared con caída de agua artificial y salimos a la terraza.

Un viaje sin planear


Estábamos en la central de abastos de Oaxaca, donde conviven vendedores, taxistas, turistas, rateros y varios despistados. Quería llevarlo a algún lugar cercano a la ciudad, pero interesante. La primera elección fue el Tule, pero además de que él ya lo había visitado en alguna ocasión, es un destinado demasiado obvio. Pensaba a dónde ir cuando llegó un autobús café, al que subimos apresurados; él se asombró, aunque no lo dijo (como es su costumbre) con el enorme crucifijo de madera con un metálico Cristo sangrante que adornaba el parabrisas, sin reparar en que el milagro de la imagen era que se pudiera conducir a pesar de restar mucha visibilidad. “Paga al Tule”, le dije, aunque en ese momento tuve la certeza que era mejor idea ir a Teotitlán del Valle, pueblo zapoteco donde se hacen trabajos de lana teñida.

Después de una hora contemplando cerros resecos, aserraderos clandestinos y una pareja de adolescentes besuquéandose dos filas adelante de nosotros, llegamos a Teotitlán. El chofer preguntó que si no íbamos al Tule, y él le dio una de sus acostumbradas explicaciones largas, enredosas y aburridas, que el conductor escuchó amablemente y recibió la diferencia del pasaje. Yo, más práctica, le pregunté a qué hora pasaba el autobús de regreso.

Empezamos a subir por calles empinadas, siguiendo las indicaciones de un letrero mal hecho que guiaba al mercado de artesanías, que resultó ser una calle con puestos a los lados, completamente vacíos. No había vendedores, ni compradores. 

Estábamos viendo el techo incompleto de una casa, cuando sorpresivamente apareció una señora invitándonos a una explicación sobre los colorantes naturales que usan para el trabajo artesanal. Él no quería ir, pero yo acepté pues, aunque no teníamos dinero para comprar, me pareció interesante, así que la seguimos al patio de una casa llena de arcos y columnas, con un típico estilo oaxaqueño (él dice que es típico de todo México en la arquitectura sin arquitectos, pero no estoy segura de que esa afirmación sea más que uno de sus prejuicios). En los patios destacaban las madejas de lana en proceso de teñido, particularmente unas color índigo.

La señora, muy amable, nos acercó sillas y nos preguntó que de dónde veníamos. “De acá mismo, de Oaxaca”, le respondí. Ella sonrió y nos confió que siempre pregunta eso porque “a los extranjeros siempre les doy más caro”; ambas reímos.

La explicación sobre los colorantes fue interesante, pero breve, y de inmediato la señora pasó a mostrarnos algunos tapetes, entre ellos, uno maravilloso en tonos azules. La mirada de él fue clara: le había fascinado. La señora también se dio cuenta y nos los ofreció a un precio bastante elevado. Como siempre, bromeé con él diciéndole que tiene la culpa de esos precios por güero de ojo verde, y como siempre, él se molestó.

Seguimos viendo tapetes y escuchando precios altos. Le dimos las gracias a la señora y continuamos caminando por el supuesto mercado de artesanías. Llegamos al centro del pueblo, bajamos y en uno de los pocos puestos abiertos una vendedora, extraordinariamente parecida a la señora que nos dio la explicación, nos mostró sus productos.

“Vea, sin compromiso”, son las palabras que abren cualquier invitación comercial. Inmediatamente acepté pues quería comparar precios ya que me interesaba el tapete que a él le había gustado. Asombrosamente, de una bolsa sacó una pieza muy parecida y dio un precio de inicio bastante más bajo que el de la señora, aunque de todas maneras excesivo para nuestro limitado presupuesto. Sin embargo, a diferencia de la primera, esta señora dio pie al regateo. “Ofrezca para que se lo lleve”, le dijo a él quien, además de que no sabe regatear, en realidad no decide esas compras, así que yo empecé la negociación, después de preguntarle a él si le gustaba, aunque yo sabía que así era, así que empecé el regateo hasta que alcanzamos un precio que a todos nos pareció razonable.

Contentos por nuestra compra, buscamos un lugar en el que vendieran agua. Le pregunté la hora. Me dijo que eran las tres de la tarde. “¿Las tres? –le dije que no podía ser, ya que habíamos llegado a Teotitlán al cuarto para las tres. Entonces, él se dio cuenta de que había jalado la corona del reloj y se había detenido. Preguntó la hora en una farmacia. Eran 20 para las cuatro. Compramos agua y vimos un autobús verde brillante que iba a Oaxaca.

Subimos y decidí que era buena idea visitar Mitla, así que le dije al cobrador que nos dejara en el crucero. Rumbo a la carretera vimos los negocios que bordean el camino, evidentemente dirigidos a turistas extranjeros, ya que combinan el zapoteco con el inglés para dar explicaciones fantasiosas de las artesanías. También, vimos un hotel y un par de restaurantes caros, con esa estética entre el defeño Santa Fe y el México que imaginan en los despachos de diseño de Dallas, Nueva York o Seattle.

Bajamos del autobús, y despreciando un impactante puente peatonal, volteamos a ambos lados de la carretera libre al Istmo, y corrimos hasta el otro lado. Allí encontramos lo que a él le pareció un mercado en construcción y a mí una serie de locales vacíos, y una fábrica de mezcal artesanal. Nos acercamos y una muchacha nos ofreció una explicación, que ambos ignoramos, o una prueba de mezcal, que tampoco aceptamos, pues aún teníamos mucho camino que recorrer.

En eso, un taxi colectivo se detuvo bajo el puente y de él descendieron varias personas. Corrimos y lo abordamos. Yo tenía la impresión que nos llevaría a Mitla, pero nos dejó en Tlacolula. Supuse, erróneamente, que era día de tianguis (es los domingos) y caminamos hacia el mercado. Él insistía en que comiéramos en cualquier lugar que veíamos, pero yo le dije que fuéramos hasta el centro.

Llegamos al mercado, que también resultó estar casi desierto. Los escasos vendedores y compradores nos veían extrañados. Nuestras ropas, lentes oscuros y mochilas nos evidenciaban como turistas en un día y lugar en que estos no suelen visitar la población. Lo llevé a una cocina económica, pensando que el nombre realmente describía una realidad. El lugar era muy bonito, un poco como los europeos piensan que vive la gente en México, con manteles típicos de telar, que no suelen estar en casas por su elevado precio, adornos de papel picado, y un simpático lavamanos construido con una silla para bebés y unas tinas metálicas para lavar ropa, en el que estaba pintado un curioso paisaje.

No he de negar que la comida –caldo de res, arroz con coloradito, tortillas y agua de guayaba—estuvo bastante sabrosa, pero la cuenta nos pareció excesiva: 140 pesos. Supongo que la dueña del lugar se vengó de la visita que le hice hace un año con otras dos personas. En esa ocasión (como ocurrió con un prospecto de cliente que llegó mientras comíamos) se negó a prepararme algún platillo que deseaba a pesar de tener todos los ingredientes, por lo que nos levantamos y nos fuimos, dejamos los alimentos que ya había servido.

Nos fuimos con una sensación agridulce, ya que por segunda ocasión en dos días consecutivos, sólo por nuestra apariencia, nos cobraban más de lo debido. ¿Han observado cómo en muchos restaurantes típicos oaxaqueños fuera de la capital no tienen menús con los precios impresos y cobran de acuerdo con el dicho aquél del sapo y la pedrada?

Llegamos al sitio de taxis en el momento en que un chofer le negaba el servicio a un vendedor de Bon Ice, con el pretexto de que había un bloqueo en la carretera. “¿Hay problemas?”, le pregunté. El taxista me explicó que no, que lo que ocurría es que no quería llevar a ese muchacho pues su carrito no cabía en la cajuela.

Mientras platicábamos, tres personas subieron a la parte trasera del auto. Nosotros no quisimos irnos adelante, pues además de peligroso es extraordinariamente incómodo. De ninguna manera caben dos personas en un asiento individual de Tsuru.

Caminamos hasta la terminal de autobuses de segunda clase, que a pesar de algunas deficiencias, dan un servicio bastante razonable, al menos en Oaxaca. En ese momento salía uno, lo abordamos. Cuando pasó el cobrador, él le preguntó cuánto era. “Doce”, le respondió, y él le dio un billete de 20 pesos, que tomó el señor, pero se quedó parado, inmóvil y silencioso. Él tampoco le dijo nada, hasta que yo le di cuatro pesos más. Se trataba, por supuesto, de 12 pesos por persona.

Adelante de nosotros dos chicas orientales tocaban maravilladas el delantal de una indígena con indumentaria típica de la región. En su mirada, se notaba lo intimidada que estaba por el interés que se le brindaba al detallado trabajo de bordado de su delantal azul. Ella usaba además vestido morado brillante, grandes aretes de vidrio, paradójicamente, fantasías fabricadas en China, y una larga trenza, además de huaraches de plástico.

En una parada cercana, la chica pidió parada, pero el chofer no le hizo caso y tanto él como el cobrador le dirigieron comentarios soeces, y se detuvieron varios cientos de metros más adelante. Ella los ignoró, volteó a ver a las turistas y con la mano les dijo adiós; las muchachas correspondieron al gesto. Un esbozo de sonrisa iluminó su rostro y nos alejamos de ella.

Casi una hora después llegamos a la ruinosa estación de segunda clase de Oaxaca.